18



Paloma

 

 

Cuando regresé a casa de la clase de flamenco y la cena con la familia de Jaime, me sorprendió encontrar a mamie todavía levantada. Estaba sentada a la mesa de la cocina con solo la luz del fogón. La jaula de Diaghilev estaba destapada, pero el pájaro dormía con la cabeza metida detrás de las alas. Mamie debía de llevar algún tiempo en silencio. De haberse movido, Diaghilev, que tenía el sueño ligero, habría estado despierto y trasteando con sus juguetes. Me había olvidado de telefonear para decir que llegaría tarde cuando Carmen me pidió que me quedara a cenar. Después me acordé, pero era demasiado tarde para llamar. Mamie solía estar en la cama a las diez y media.

—Lo siento —dije—. No quise despertarte con la llamada. Gaby y yo nos pusimos a hablar.

Mamie me miró tan desconcertada que pensé que debía de haber telefoneado a los padres de Gaby y descubierto que no estaba con ella. ¿Qué iba a decirle?

—No me preocupo tanto si vas en el coche —respondió mamie—. Pero llama de todos modos, por favor.

—Lo haré la próxima vez. Lo siento.

Llené la tetera y encendí el fuego para hacer una infusión de manzanilla. Estaba demasiado inquieta para dormir. Jaime, su familia, la Rusa y la visita a casa de mi padre… La cabeza me daba vueltas. Puse la tetera y las tazas en la mesa y vertí un poco de la infusión en la taza de mamie. Cuando se llevó el borde a los labios, vi que tenía los dedos manchados de tinta.

—¿Has estado escribiendo cartas? —pregunté.

Me miró, perdida en un sueño, antes de darse cuenta de que estaba hablándole a ella.

—Hablando de cartas —dijo, ignorando mi pregunta y tendiendo la mano hacia la encimera—, esta ha llegado hoy para ti. Es de la Escuela de Ballet.

La cogí junto con el abrecartas que me entregó. Los dedos me temblaban mientras rasgaba el sobre y leía su contenido.

—Han aceptado mi petición de una nueva audición en la escuela —le dije a mamie—. También han aprobado que asista a clases particulares con mademoiselle Louvet.

Esperaba que me repitiera su discurso sobre cómo debía hacer pruebas también para otras compañías, no «jugármelo todo a una carta».

—Normalmente tendrías que hacer una nueva prueba externa para que se vea la alta consideración en que te tienen —me dijo sin embargo—. Quiero que te concentres totalmente en tu preparación para el examen. Puedo arreglármelas yo sola para las clases de entre semana.

Mamie, ¿estás segura de que no te pasa nada?

Se miró las manos y suspiró.

—He estado pensando en tu abuelo —dijo—. Quiero hablarte de él y también de Xavier. ¿Estás demasiado cansada?

Negué con la cabeza. Me apetecía escuchar otra historia: necesitaba alguna distracción. Aquella noticia de una nueva prueba era otra cosa que sumar a mis preocupaciones.

Mamie tomó un sorbo de la infusión y comenzó.

—Ya lo ves, el cementerio no era el único lugar donde la clase importaba. Había otros lugares en Barcelona donde la sociedad estaba rígidamente estratificada…

Grand-plié, relevécoupé fondu, développé, relevétombé, chassé, grand rond de jambe en l’air —ordenaba Olga en su francés con acento ruso.

Yo estaba de pie delante del grandioso espejo, en la sala de baile de nuestra casa en el Passeig de Gràcia, vestida con una túnica de chiffon y una larga falda con volantes y forro de tul. Margarida me acompañaba al piano. Años de formación en baile clásico español me habían dado unos pies y unos tobillos fuertes y una sensación de equilibrio, pero las posturas de ballet y el grado de prestancia que Olga exigía de mí no eran fáciles. Yo trabajaba con determinación para agradarle. Si Olga permanecía indiferente después de nuestra clase diaria, me sentía profundamente herida y pasaba el día encerrada en mi habitación. Pero si me elogiaba, correteaba por la casa como un gatito.

Olga, con sus cejas enarcadas y su piel lisa como el satén, había conseguido lo que mis padres esperaban que lograra: había roto mi costumbre de tartamudear y mirarme los pies cuando alguien hablaba conmigo. Pero lo había conseguido infundiéndome el miedo a la desaprobación; en concreto, a su desaprobación. Seguía igual de nerviosa cuando estaba con gente, solo que ahora estaba demasiado aterrada para demostrarlo.

Ella me observó interpretar una serie de giros piqué passé por la sala. Exhaló una columna de humo del cigarrillo entre sus labios de color rojo sangre y sus ojos se estrecharon como los de un gato. Si su expresión no hubiera cambiado, habría significado otro día pasado en mi cuarto, pero por suerte sonrió.

—¡Maladets! Bien hecho, Evelina —dijo—. Estás haciendo progresos.

El gran reloj de la sala dio la hora. Olga debía marcharse.

—Ah —dijo batiendo el aire con su mano antes de posarla sobre su corazón—. Hoy no tengo tiempo para historias, Evelina. He de darme prisa. Tengo que dar una clase a las sobrinas del marqués de Comillas. Se lo prometí cuando coincidí con él en el Liceu.

Margarida se giró para dar la espalda al piano y sonrió burlonamente. Disfrutaba burlándose de Olga: imitando la majestuosa manera de andar de la bailarina a sus espaldas, levantando la nariz al aire y señalando los dedos de sus pies delante de ella. Yo negaba con la cabeza y miraba hacia otro lado, sin entender qué era tan divertido. Admiraba a aquella mujer. Por eso me dominaba.

Hice una reverencia a Olga. Cada músculo de mis piernas ardía. Me sentía decepcionada por no poder oír una de sus historias sobre su vida en Rusia mientras hacía los estiramientos. Pero sus palabras de ánimo me harían trabajar con más ahínco si cabe en los días siguientes. Haría todo lo posible para oír de nuevo «bien hecho» salir de sus labios.

Después de que la doncella acompañara a Olga hasta la puerta, Margarida me dijo:

—¡Tu profesora es un timo de artista! Te habla como si te estuviera haciendo un favor al enseñarte, cuando lo que quiere es dinero. ¡No creo ni una palabra de sus historias! De verdad, ¿cuántos hombres podrían haberse pegado un tiro después de que ella los rechazara? Y si tantos la desean, ¿cómo es que vive sola?

—Los revolucionarios ejecutaron al amor de su vida cuando intentó ayudarla a salir de Rusia —expliqué—. Era un príncipe. Nunca ha podido volver a amar…

—¡Bah! —se burló Margarida—. ¿Has conocido a un solo refugiado ruso que antes no fuera príncipe o princesa?

Me encogí de hombros y seguí con los estiramientos. Valoraba la opinión de Margarida sobre la mayoría de las cosas, pero no en relación con Olga. Sin las historias de mi profesora de ballet, mi vida habría sido sombríamente aburrida.

Al darse cuenta de que la ignoraba, Margarida abrió las puerta-ventanas y salió a grandes zancadas a la terraza. Ahora que Xavier había sido padre y no pasaba tanto tiempo con ella, Margarida estaba inquieta. La fragancia de las rosas de las macetas del exterior entró en la sala. La sala de baile era uno de mis espacios preferidos en la casa, me encantaba todo de ella: el recargado piano de nogal, las lámpara de araña, el hierro forjado decorativo que se enroscaba en las ventanas y las chimeneas como zarzas abandonadas. Pero la sala me gustaba solo cuando estaba vacía y tranquila como lo estaba ahora, no llena de gente.

Margarida regresó de la terraza y cerró las puertas detrás de ella.

—Hablando del Liceu —dijo—, vas a hacer tu presentación allí dentro de dos semanas. Mamá no te lo ha dicho porque teme que vuelvas a encerrarte en ti misma. Pero ella y Conchita han estado conspirando con la modista para confeccionarte un vestido apropiado.

—No voy a bailar en el Liceu —dije—. El pare nunca lo consentiría.

Margarida se rio tanto que faltó poco para que se ahogara.

—Tu debut en la danza, no, Evelina —dijo, enjugándose los ojos—. Tu presentación social. Mamá hizo lo mismo para mí. Ha encargado que te hagan un vestido de persona mayor y llevarás algunas de las joyas que se te han asignado para tu dote. Cuando todo el mundo te vea sentada así en el palco, entenderán que nuestros padres dan su permiso para que sus hijos te cortejen.

No podía saber a ciencia cierta si Margarida me estaba tomando el pelo o no. Cuando era más pequeña, me había dicho que los niños se hacían saltando el hombre encima de la mujer igual que hacían los palomos al subirse encima de sus hembras. Cuando le pregunté a mamá si eso era verdad, se ruborizó y me dijo que Margarida tenía mucha imaginación. Margarida y yo nos llevábamos muy bien, pero sin la compañía de Xavier mi hermana se estaba volviendo odiosa. Confiaba en que también estuviera un poco perturbada por mi posible pérdida. Como era costumbre, a Xavier y a Conchita se les había asignado un piso en la tercera planta de nuestra casa, pero si yo me casaba tendría que vivir con la familia de mi marido. La idea de que me separasen de Margarida y del resto de mi familia tampoco me atraía.

—Mira esto —dijo Margarida, al tiempo que se quitaba las horquillas del pelo.

Yo esperaba que toda la mata de pelo cayera al deshacer el moño, pero siguió donde estaba. Se alisó los mechones con los dedos.

—¡Te has cortado el pelo! —grité.

Margarida se rio.

—Lo llaman melena. ¡Es la última moda!

—¡Mamá te va a matar!

Margarida me dirigió una mirada irónica. Tenía que admitir que estaba guapa.

—No lo verá —me tranquilizó Margarida, mientras volvía a colocarse el cabello corto en un moño—. Lo llevaré sujeto con horquillas cuando esté en casa.

Admiraba su arrojo. Yo nunca habría tenido valor para hacer algo así. Una fuerza invisible me obligaba a hacer siempre lo que se me mandaba. Además, por culpa del comportamiento rebelde de Margarida, mis padres eran conmigo el doble de estrictos de lo que podrían haber sido de otro modo.

Mientras Margarida se enfrascaba en la lectura de Los miserables de Victor Hugo en la biblioteca, decidí hacer una visita a mi sobrino, Feliu, que había nacido dos meses antes. Era el vivo retrato de Xavier, con una cabeza de forma perfecta y una mirada tierna. Me dirigía hacia la escalera cuando oí a mi padre hablando en el salón con el padre de Conchita, don Carles.

—No puede ser que vea el asesinato como una solución a nuestros problemas —decía mi padre.

La palabra «asesinato» hizo que me detuviera en seco. Mi padre era estricto, conservador y religioso. Pero don Carles además era de extrema derecha, cosa que sabíamos ahora que nuestras familias eran amigas.

—No condeno a los propietarios de negocios que recurren a él —respondió con una calma que me dejó helada—. ¿Qué remedio les queda sino contratar a sicarios para quitarse de encima a esos problemáticos jefes de los sindicatos? ¿Cuántos civiles inocentes han matado las bombas de esos sinvergüenzas? ¿Y qué me dice de las bandas que deambulan por las calles de Barcelona? Si la clase obrera abandona a sus hijos, ¿qué otra cosa podemos hacer sino ocuparnos del problema? Debemos pensar primero en nuestras esposas y en nuestros hijos.

—¿Y cómo propone usted que nos ocupemos de los niños de la calle abandonados? —preguntó Xavier.

Me sorprendió oír la voz de mi hermano. Había dado por sentado que estaría en el piso de arriba con Conchita y Feliu.

Me imaginé a don Carles clavando su dura mirada en él y tocando sus pobladas cejas negras mientras respondía:

—Se los sacrifica selectivamente como se haría con cualquier otra especie de plaga. Son ellos quienes al crecer se convierten en revolucionarios y anarquistas.

Estuve a punto de gritar de indignación. ¿Cómo era posible que alguien que decía ser religioso propusiera semejante cosa? Imaginé que Xavier estaría igualmente escandalizado. Margarida y él discutían con frecuencia con el pare por su conservadurismo, pero las opiniones de mi padre no eran tan extremas como las de don Carles.

Xavier respondió con una cortesía comedida, pero noté su desdén.

—Tal vez habría menos anarquistas si hubiera un sistema político diferente, uno más justo. Los obreros recurren a la actividad revolucionaria porque no tienen ninguna otra esperanza de igualdad.

Mi padre tosió.

—¿Igualdad, Xavier? Vamos, yo no iría tan lejos como don Carles…, pero unas personas nacen para gobernar mientras que otras no. Las mujeres, por ejemplo, fueron creadas por Dios para vivir en el hogar. Eras demasiado joven en 1909 para recordar en qué se convirtió Barcelona cuando la clase obrera quemó las iglesias y las escuelas.

—Ya lo ves —terció don Carles—. Les das escuelas para que se superen y ¿qué hacen? ¡Las incendian!

Xavier dudó un momento antes de responder.

—Mire, no me he olvidado en modo alguno de 1909. Es la razón por la que pienso así. El propósito de la educación religiosa es mantener a los pobres en su sitio. Por eso el Gobierno puso tanto interés en ejecutar a Ferrer después de la Semana Trágica: sus escuelas tenían un objetivo diferente. Es fácil controlar a la gente cuando es analfabeta.

—El Gobierno fue demasiado benévolo a la vista de los daños causados —dijo don Carles—. Solo eligieron para ejecutarlos a un representante por cada delito cometido: uno por destruir propiedades, uno por profanar al clero, uno por incitar a la rebelión…

—Metieron en la cárcel a cientos de personas en condiciones terribles —protestó Xavier—. Muchas de ellas murieron de enfermedades o por la tortura que sufrieron antes de que sus casos llegaran a ser juzgados. A otras las mandaron al destierro, donde hicieron frente a la indigencia, el hambre y la hostilidad de la población local.

—Si vas a volver a hablar de aquella florista, Xavier —dijo mi padre—, no siento ningún remordimiento por ella. No era una simple mujer trabajadora, era una de las jefas de las Damas Rojas. ¡Dirigió el incendio de los conventos, por el amor de Dios!

—Vino a la fábrica de confección el día de la huelga general —dijo Xavier sin prestar ninguna atención a la objeción de mi padre—. Llevaba con ella a dos niños pequeños. ¿Se ha preguntado alguna vez qué puede haber sido de aquellos niños después de que se la llevaran? Yo sí. Recuerdo que miré la cara de la niña. Su expresión de hambre me persigue desde entonces.

—Bah, eres demasiado blando —respondió don Carles, mostrando por fin su carácter—. Y la debilidad no va a ayudar a esta ciudad. El futuro será difícil y necesitaremos líderes a los que no les dé miedo tomar decisiones impopulares. Debes dejar de lado tus escarceos artísticos y hacer frente a la realidad.

Una sirvienta entró en la sala por la otra puerta, la que daba a la sala de música. Le dijo a Xavier que un caballero le reclamaba al teléfono. Xavier se excusó. Le oí salir del salón y dirigirse al estudio.

—He de irme —le dijo don Carles a mi padre.

Oí que los dos se levantaban de sus asientos. Me deslicé detrás de una estatua. La puerta se abrió. Apareció una sirvienta con el sombrero y el abrigo de don Carles.

—Con todas esas influencias extranjeras en la ciudad y los clubes de jazz, parece que los jóvenes contemplan ideas extrañas acerca de una segunda república —le dijo mi padre a don Carles—. Pero al final siempre se impone la experiencia.

Mi padre tenía una gran confianza en sí mismo. Incluso muchos llegarían a llamarlo «engreído». Pero, en aquella ocasión, apretaba y abría los puños en la espalda como si no estuviera seguro de algo. Me dio la impresión de que intentaba defender a Xavier.

En la puerta, los dos hombres se estrecharon la mano. Pero había una frialdad inequívoca en la actitud de don Carles.

—Su hijo no es ninguna clase de libertino, libre de decir y hacer lo que le plazca —le dijo antes de marcharse—. Tener opiniones es una cosa, don Leopold. Y otra muy distinta es expresarlas. Le sugiero que hable usted con él.

Por el tono grave de su voz, estaba claro que aquello no era un consejo, sino más bien una amenaza.

Me sentí obligada a advertir a Xavier sobre lo que don Carles había dicho. Cuando el pare regresó al salón, corrí al estudio y entré en el preciso instante en que Xavier estaba colgando el teléfono. Se dio la vuelta al oírme cerrar la puerta. Suavizó el ceño fruncido de su cara y sonrió.

—Xavier…, ten cuidado… Don Carles está muy enojado.

Mi hermano asintió y me hizo una seña con la mano.

—Solo dice lo que la mayoría de la gente piensa. Dios todopoderoso, siguen dándole vueltas a que se quemaron sus iglesias. ¡Aquí, en el país de la Inquisición! ¿A cuántas personas inocentes quemó la Iglesia en la hoguera?

No podía quitarme de la cabeza lo que había dicho don Carles de sacrificar de forma selectiva a los golfillos de la calle.

—¿De verdad crees que es eso lo que la gente piensa de los niños de la calle? Quiero decir… Mamá hace muchas obras de caridad en los orfanatos de la iglesia.

Los hombros de Xavier se relajaron. Avanzó hacia mí y me agarró con fuerza la mano.

—Las familias ricas de Barcelona tienen poder para acabar con el hambre y el sufrimiento en la ciudad, pero no hacemos otra cosa que perpetuarlo —dijo—. ¿Cómo podemos ir a misa cada semana y recitar oraciones sobre el amor de Dios por toda la humanidad? ¡No puedo soportar ser tan hipócrita!

Miré a mi hermano a los ojos y vi lo atribulado que estaba. Siempre había odiado la injusticia, pero ahora veía en su cara una profunda infelicidad que no estaba allí antes de casarse.

—Lo que preocupa a don Carles —continuó Xavier— es que, tal como están prosperando los negocios de los Montella, al final vamos a adelantar a las dinastías Güell y López para convertirnos en la familia más poderosa de Barcelona. Y un día voy a ser el jefe de la familia. Te lo prometo, Evelina, Barcelona será un lugar muy diferente entonces.

 

Margarida no había mentido cuando dijo que harían mi presentación en sociedad en el Liceu. Ahora, en vez de dejarme en paz para que practicara los pasos de ballet, me hacían subir para hacer pruebas al piso de Conchita y Xavier, donde mi cuñada y mi madre estaban muy ocupadas discutiendo sobre estilos de vestidos.

—No, ese no —decía Conchita respecto a un patrón para un seductor traje de noche de seda con hilos metálicos de oro—. Hará que parezca demasiado joven.

—Pero tampoco quiero que Evelina parezca demasiado vieja —protestaba mamá.

Mi madre iba siempre vestida con elegancia, pero me alegré de que se tuviera en cuenta la opinión de Conchita en cuanto al vestido. Estaba deslumbrante con todo lo que se ponía. Y también era capaz de distinguir de un vistazo si un estilo le iría bien a otra persona o no.

—Este —dijo, alzando un patrón para un vestido de seda con lamé dorado cruzando el busto y en el dobladillo.

El vestido era exótico y de líneas elegantes. Una oleada de excitación me recorrió. Me imaginé subiendo la escalinata del Liceu con el aire de una diosa egipcia.

—Tú sí podrías ponértelo —le dijo mamá a Conchita—. Pero Evelina es demasiado tímida. Necesita algo más liso.

Mi ánimo se vino al suelo. El vestido exótico se disolvió en uno más conservador: sin mangas, con el cuello en V y la falda arrugada. Uno de esos vestidos que se encuentran en un catálogo.

—Si le das algo bonito y diferente para que se lo ponga, se sentirá menos tímida— alegó Conchita.

Senyores! —suplicó la modista, la senyoreta Garrós—. No me han dado más que un tiempo muy limitado para que ese vestido esté listo. Tienen que tomar una decisión hoy sobre el patrón.

Mientras mamá y Conchita debatían sobre mi vestido, eché un vistazo por el piso. Antes las habitaciones estaban llenas a rebosar de muebles del siglo XVIII y porcelana de Sèvres, pero Conchita había introducido algunas piezas modernistas, entre ellas un biombo de caoba y las sillas tapizadas con motivos de cisnes y patas finas, semejantes a huesos, en las que estaban sentadas mi madre y ella. Dado el sentido del garbo de Conchita, Xavier y ella deberían haber tenido mucho en común, pero sus gustos no eran en absoluto semejantes. Conchita detestaba la arquitectura de Gaudí, mientras que Xavier la veneraba; ella había insistido en salirse de un concierto de Stravinski y Xavier había querido quedarse; y no asistían ya juntos a exposiciones de arte de vanguardia como hacían cuando estaban comprometidos.

—Lo que le gusta es la moda, no el arte —me había dicho Margarida—. Si lo observas, dentro de unos años todos esos muebles modernistas serán sustituidos por lo que esté de moda entonces.

Sin embargo, al margen de los conflictos estéticos que tuvieran, cuando Xavier entró en la habitación esa mañana llevando en brazos a Feliu, Conchita no pudo parecer más prendada de su marido y su hijo.

—Ah —dijo, tendiendo los brazos y poniendo a Feliu en su regazo—. Mi niñito —volvió la mejilla para que Xavier pudiera besarla—. ¿Puedes quedarte con nosotras un rato? —le pidió—. ¿O tienes que irte corriendo a alguna parte? Estamos decidiendo sobre el vestido de Evelina para la noche del debut. Y como tu madre y yo tenemos opiniones tan diferentes, un árbitro masculino sería útil.

—Me temo que el pare y yo tenemos un almuerzo con el alcalde, pero puedo quedarme a tomar una taza de té —dijo Xavier mientras se sentaba al lado de su esposa.

Con la belleza oscura y las facciones regulares de Conchita, y la piel bronceada y los dientes perfectos de Xavier, era fácil entender por qué se los consideraba la pareja más atractiva de Barcelona.

—¿Por qué no dejáis que Evelina decida sobre el vestido? —sugirió él—. Al fin y al cabo, es ella quien tiene que ponérselo.

Conchita le pellizcó en un brazo como si hubiera hecho una sugerencia absurda. Xavier dio su opinión sobre algunos patrones que la modista le enseñó, mientras Conchita le decía monerías a Feliu.

Entró una sirvienta y anunció que la madre de Conchita había llegado de visita. Todos nos pusimos de pie mientras donya Elisa entraba a grandes pasos en la estancia.

—¡Ah, Feliu! —dijo, sin prestarnos la menor atención y yendo directamente hacia su nieto.

Ninguno de nosotros se dio por ofendido. Estaba claro que lo más importante era Feliu.

Mamá dio instrucciones a la sirvienta para que nos llevara más té, que sirvió en tazas de cerámica negras y blancas.

—No lo tengas demasiado tiempo —suplicó Conchita a su madre mientras le entregaba a Feliu—. No puedo soportar no tenerlo conmigo. Hasta cuando el ama de cría lo coge, tengo que sentarme con ella. Nunca se puede estar segura de que otra mujer lo haga todo correctamente.

Donya Elisa miró a su hija con sorpresa.

—Pero, querida, tienes que ser un poco más severa con los chicos o convertirás a Feliu en un mariquita.

Mamá dio unas palmaditas en el brazo de Conchita.

—Todas somos así con nuestros primogénitos, pero ya te calmarás cuando vayan llegando los otros. Ya verás cómo los niños pueden arreglárselas sin nosotras mucho mejor de lo que pensamos.

Conchita hizo un guiño a mi madre.

—Pero ya he dado a luz a un heredero varón —dijo—. No veo la necesidad de tener más hijos.

Mamá y Xavier intercambiaron una mirada.

—Desde luego, dar a luz te hace pensar que no podrías pasar por eso otra vez —dijo donya Elisa, mientras se alisaba el vestido—. Pero querrás tener más hijos. Le dan tanta alegría a tu vida.

Un extraño gesto recorrió la cara de Conchita. Apretó los labios.

Mamá miró de nuevo a Xavier con recelo. Las delgadas líneas de un ceño fruncido le dejaban una marca en la frente y sus dedos tamborileaban en su rodilla, pero si la actitud de Conchita le preocupaba, se sobrepuso a ello.

—Piensa así porque Feliu se parece mucho a mí —dijo con una risa—. Si se pareciera a ella, querría tener una docena de hijos más.

Donya Elisa, mamá y la senyoreta Garrós se rieron. Xavier había salvado el momento. Donya Elisa le dirigió una sonrisa agradecida, pero Conchita no le miró. Aunque Xavier y ella podían parecer una pareja perfecta, era evidente que algo no iba bien.

El Gran Teatre del Liceu de Barcelona no era un teatro de ópera sin más: era una institución. Como muchos de los grandes teatros de ópera de la época, las localidades estaban dispuestas en forma de herradura ante el escenario y escalonadas en cinco pisos. La posición de una familia en la sociedad de Barcelona se reflejaba por el lugar donde se sentaba en el Liceu. A la «planta noble» se accedía a través de una grandiosa escalera de mármol desde el foyer. Era el nivel más prestigioso en el que tener un palco. A partir de ahí, las escaleras se volvían menos decorativas y más estrechas, hasta el cuarto piso, que era donde estaban los palcos propiedad de familias de menor importancia y las butacas de las familias de clase media. En el piso más alto no había palcos y no se podía llegar hasta él desde las escaleras internas, sino que había que acceder a través de una entrada sin adornos en la calle lateral. Era allí donde se sentaban los estudiantes y los obreros de las fábricas. Muchos de ellos iban a escuchar sin más, pues no todos los asientos del último piso permitían una visión del escenario. Aunque donya Esperanza calificaba de «chusma» a la gente que se sentaba en los pisos superiores, eran probablemente los únicos —junto con Xavier— que asistían a la ópera para apreciar la representación. Todos los demás estaban allí para reafirmar sus egos, afianzar sus alianzas con otras familias poderosas de Barcelona, presumir de nuevos vestidos de noche o ponerse al día de los chismes.

La noche del estreno de Turandot, al entrar en nuestro palco nos encontramos con donya Esperanza, que ya estaba sentada allí.

—Como Conchita no va a venir esta noche, he decidido hacer compañía a Xavier —dijo—. Como representante de la familia de Figueroa.

Como había sido madre hacía poco, nadie esperaba que Conchita apareciera en la ópera hasta que hubiera recuperado la figura. Y como matriarca de la familia de Figueroa, en realidad donya Esperanza debería haber acompañado a las hermanas menores de Conchita. Pero la edad de donya Esperanza y su posición en la sociedad la ponían más allá de convenciones, por lo que nadie se molestaba en discutir con ella. Y, por supuesto, nuestro palco tenía mejor visión de los palcos de enfrente que el de la familia de Figueroa. Donya Esperanza podía tener noventa años, pero no había nada con lo que disfrutara más que ante la oportunidad de espiar a los demás y cotillear.

Ocupé mi lugar a su lado en la esquina inferior del palco.

—Qué vestido tan bonito, por cierto —dijo—. Le va a la perfección a tu cutis. Estás radiante.

Después de todas las disputas en relación con lo que tenía que ponerme, habíamos encontrado finalmente un diseño en el que todos estuvimos de acuerdo: un vestido con encajes dorados sobre una enagua de encaje de seda beige con falda cortada al bies. Las mangas ranglan y la rosa de color rosado en el centro del escote daban al vestido un toque de recato femenino al que mi madre aspiraba, mientras que el tejido y el corte le daban el glamur por el que Conchita abogaba. Era feliz solo con ir vestida como una mujer joven y no como una niña demasiado grande. Mamá me había prestado un collar de peridoto dorado y perlas de su colección.

Me estiré la falda y advertí que Francesc Cerdà me miraba a hurtadillas desde el palco de su familia en el lado opuesto del mismo nivel. La expresión de sorpresa de su cara era tan palpable que dio la impresión de que nunca antes me había visto, cuando en realidad había asistido a la misma escuela de los jesuitas que Xavier. Y nos habíamos visto a menudo en actos sociales o en la iglesia. A mamá le gustó su interés. Le pegó al pare un codazo tan fuerte que él dio un respingo. Mi padre veía en la ópera la oportunidad de recuperar el sueño atrasado: había perfeccionado el arte de apoyar la barbilla en la palma de la mano para dar la impresión de que estaba escuchando cuando, de hecho, no lo hacía.

La alegría de mamá porque el heredero de los Cerdà reparara en mí estaba justificado. Procedían de un largo linaje nobiliario. El padre de Francesc era marqués, título que, como hijo mayor, heredaría un día.

Margarida se inclinó hacia delante desde su butaca detrás de mí y me susurró al oído:

—¡Ah, Francesc Cerdà! Muy atractivo, rico y atlético, pero más tonto que la suela de un zapato.

Me di la vuelta y la miré con el ceño fruncido, pero cuando ella me respondió con una sonrisa burlona me resultó difícil no reír. Francesc era un catalán rubio y de ojos azules. Xavier había dicho que cuando estaba en la residencia de vacaciones que la familia Cerdà tenía en S’Agaró, siempre parecía estar corriendo por ahí en pantalón corto, aporreando un saco de arena o ejecutando saltos mortales. Pero también se sabía que Francesc no era el hombre más brillante de la familia. Su padre se las había ingeniado para poner a los jóvenes tíos de Francesc en puestos directivos en las propiedades de los Cerdà. Así su hijo no sería más que una figura decorativa que firmaría todos los documentos que le pusieran delante.

—De todos modos —susurró Margarida—, sería divertido ser marquesa.

Se me escapó una risita tonta. A pesar del vestido, de la ocasión y de mi edad, no me estaba tomando demasiado en serio las cosas. El matrimonio estaba lejos de mi pensamiento. No tenía la menor intención de dejar mis clases de ballet todavía.

—¿Quién es ese joven que está al lado de Francesc Cerdà? —preguntó donya Esperanza.

—¿No lo reconoce? —preguntó Margarida—. Es Gaspar Olivero.

Me incliné hacia delante para ver de quién estaban hablando. Vi a un chico acaso dos o tres años más joven. Tenía el cabello castaño rojizo, ojos despiertos y una dulce sonrisa.

—Oh —dijo mamá—, no esperaba verlo con la familia Cerdà. ¿No viven ahora los Olivero en Zaragoza?

—Sí, un asunto terrible —dijo donya Esperanza—. Quién se lo iba a decir, nacer en medio de tanta riqueza para que después tus padres sean unos irresponsables que la vayan mermando con una vida de dispendio. Para el marqués fue un escándalo que su hermana cayera tan bajo. Hubo anuncios de acreedores en los periódicos y subastas… ¡Qué vergüenza!

Si había una cosa que las «buenas familias» de Barcelona despreciaban más que a la gente pobre, era a quienes habían nacido ricos pero habían sido lo bastante insensatos para perder su fortuna. Me di la vuelta en mi butaca. No me gustaba la manera en que donya Esperanza hablaba de Gaspar Olivero. Parecía un chico amable y delicado. La manera de mirar a su alrededor con interés me recordaba a una ardilla.

—Bueno, es generoso por parte del marqués y la marquesa tomar a su cargo a ese joven —dijo mamá, tratando de imprimir una dirección positiva a la conversación.

Tal vez le preocupaba que yo perdiera el interés por Francesc si pensaba que la familia de su primo era una irresponsable.

—Gaspar estudia Derecho —dijo Xavier—. Y es un alumno brillante. No tiene problemas. No necesita el dinero de su familia.

—Y además es un pianista y un artista de mucho talento —añadió Margarida—. Acompaña los números de los artistas en un prestigioso teatro de las Ramblas. Además, algunos de sus dibujos se exponen en la galería de Josep Dalmau, donde expone Salvador Dalí. ¡Es todo un genio!

Observé de nuevo a Gaspar Olivero. ¿Cómo era posible que alguien reuniera tal variedad de dotes y hubiera desarrollado cada una de ellas hasta un nivel tan alto? Estaba intrigada.

En ese momento, Gaspar se giró en mi dirección. Me vio y sonrió. La comisura de su boca se levantó ligeramente. Me pareció encantador. Sin pensarlo, le correspondí con una sonrisa. No puedo describir lo que sucedió en ese momento. No había intercambiado una palabra con él, pero de pronto sentí que mi corazón se levantaba en mi pecho. ¡Pareció salir flotando desde la parte superior de mi cabeza y dirigirse hacia Gaspar Olivero! Desvié la mirada rápidamente.

—¿Quién es Salvador Dalí? —preguntó donya Esperanza—. No creo conocer a la familia Dalí.

Mamá lanzó a Xavier y Margarida una mirada de reprobación.

—Es encomiable que Gaspar intente abrirse camino en el mundo en vez de depender de la caridad de sus tíos —dijo—. Estoy segura de que se casará con una chica respetable y será feliz.

Todos sabíamos, sin que mamá lo dijera, que con «respetable» quería decir de clase media. Había «buenas» chicas de familias ricas, chicas «respetables» de familias de clase media y «desafortunadas» de familias pobres.

—Oh, pero lo más bochornoso de todo —dijo donya Esperanza, que no estaba dispuesta a abandonar los aspectos más crudos de la situación de los Olivero—: tuvieron que vender su palco en el Liceu. Pertenecía a la familia desde 1850.

—Lo sé —dijo Xavier con un dejo de sarcasmo en su voz—. ¡Estamos sentados en él!

Las luces se atenuaron y comenzó la representación, solo así se pudo romper aquel incómodo silencio.

Me sentí intrigada por la historia de Turandot (una princesa que desafiaba a sus pretendientes a responder a tres adivinanzas que si no resolvían les condenarían a muerte) y la bella música de Puccini. Pero donya Esperanza, cuyo entusiasmo por la ópera era escaso, tenía ganas de hablar. No me habría importado tanto si no hubiera mostrado tal fascinación por lo morboso.

—¿Sabes? Yo estaba aquí aquella noche de 1893, cuando aquel anarquista arrojó sus bombas sobre el público —me susurró—. Fue terrible. Veintidós personas murieron y muchas más resultaron heridas de gravedad. Había piernas, brazos y cabezas por todas partes. La sangre y los huesos salpicaron el escenario. Dicen que la mano de una señora, con un anillo de diamantes en cada dedo, le cayó en el regazo al primer violinista…

Donya Esperanza me había contado aquella historia muchas veces. No podía mirar el patio de butacas sin imaginar aquella espantosa escena. Pensé que si no le daba conversación, se callaría. Pero tenía otra historia, una nueva.

—Y aquel sector de allí es donde solía sentarse Enriqueta Martí. ¿Quién podía saber, mientras estaba allí sentada con sus mejores galas, que era una asesina en serie?

No debería haber reaccionado, pero, sin pensarlo, me volví a donya Esperanza, horrorizada.

—Oh, sí —dijo abriendo los ojos con la excitación de tener un público al que endilgar su sangriento relato—. Asesinaba a golfillos de la calle. ¡Luego los cortaba y hervía sus cuerpos para elaborar cremas de belleza para la alta sociedad de Barcelona!

Esta última historia fue demasiado para mamá, que se inclinó hacia nosotras.

Donya Esperanza, por favor… Evelina es una chica sensible. Va a hacer que tenga pesadillas.

—Pero si es verdad —protestó ella, ni ofendida ni reprendida—. Martí encontraba a los clientes para sus pócimas aquí.

Mamá negó con la cabeza.

—Yo también lo he oído, pero no se me ocurre ni una sola persona que hubiera comprado un potingue tan atroz. ¡La sola idea de hacer daño a los niños! Estoy segura de que fue un rumor propalado por los comunistas para que los obreros nos odien más si cabe.

—Bueno, pues alguien lo compraba —dijo donya Esperanza, desconcertada por el escepticismo de mamá—. Así consta en los atestados policiales. Siempre he tenido la sospecha de que uno de los clientes de Martí era…

Gracias a Dios, antes de que donya Esperanza pudiera involucrar a alguien que —con razón o sin ella— habría permanecido en mi mente para siempre jamás como un villano de la más abyecta índole, la música subió de volumen.

El acto tocó a su fin poco después y llegó el tiempo del entreacto. Los palcos de los pisos prestigiosos del Liceu se abrían a amplios pasillos diseñados para pasear. Mi madre me cogió del brazo y me llevó de «paseo» a buen paso en dirección al palco de la familia Cerdà. Margarida y Xavier nos acompañaron, mientras mi padre se paraba a conversar con don Bartomeu Manzano, el marido de donya Josefa.

Una mujer rubia de proporciones esculturales avanzaba en dirección a nosotros del brazo de un caballero de aspecto distinguido. El vestido de seda de color champaña de la mujer brillaba como las lámparas de araña que iluminaban el pasillo; sus ojos eran de color azul cristalino como los de una muñeca. Era una de esas miradas que normalmente hacían que la gente volviera la cabeza; las cabezas de la gente se volvían, pero, por extraño que parezca, en dirección contraria a ella. Mientras que la gente saludaba con movimientos de cabeza al hombre, ignoraba a la mujer.

Cuando ella y yo nos cruzamos, nos miramos. La mujer se detuvo, como si se dispusiera a entablar conversación conmigo, pero sentí un tirón en el brazo y al volverme vi a mamá diciendo que no con la cabeza. Negó con fuerza y me obligó a seguir adelante. La mujer rubia pareció decepcionada. Me sorprendió el comportamiento de mi madre. Mamá tenía un fuerte sentido de la propiedad, pero nunca se mostraba grosera con nadie. ¿Qué había hecho aquella hermosa mujer para merecer tan grave desaire?

Cuando mamá se detuvo un momento para hablar con donya Elisa y las hermanas de Conchita, Margarida se acercó sigilosamente a mí.

—Eran el heredero de la fortuna de los Artigas y su segunda esposa. Viven en París. Ella es americana —dijo.

—¿Por qué la gente es tan grosera con ella? ¡Hasta mamá! ¿No será porque es extranjera?

Mi hermana se encogió de hombros.

—La desairan porque no pertenece a nuestro círculo. Es hija de un tendero americano que da la casualidad de que cautivó el corazón de un hombre muy rico.

—Así que no viene de una familia adinerada —dije, sin comprender todavía la razón por la que le hacían el vacío—. Eso no quiere decir que no sea una buena persona. Al fin y al cabo, es la esposa del senyor de Artigas, no su amante.

—Ah —dijo Margarida, levantando el dedo—. No estás pensando como el grupo, Evelina. Y eso puede ser fatídico. Mira, no es de nuestro círculo, sino que se ha casado con un hombre de nuestro círculo. ¿Qué significa esto? Significa que hay una posibilidad menos de matrimonio para una hija de una de las buenas familias de Barcelona.

Xavier, que estaba escuchando nuestra conversación, agregó:

—Es la misma razón por la que a los ingleses les molesta tanto que la gente se case «por encima de su condición».

—Bueno —dije—, es mucho más hermosa que ninguna de las mujeres de nuestro círculo, a excepción de Conchita, por supuesto. No es de extrañar que el senyor de Artigas se casara con ella.

Xavier sonrió.

—Nuestra Evelina, la del corazón romántico. ¿Qué vamos a hacer contigo?

—Olga te ha llenado la cabeza de ideas románticas —me reprendió Margarida—. No pienses que no hay otras debutantes que intentan abrirse paso a codazos hasta la familia Cerdà. Maria Dalmau, por lo pronto. Sois amigas, ¿no? Bueno, vamos a ver qué pasa cuando Francesc Cerdà muestre más interés por ti porque eres más guapa.

Vi que la mirada de mamá pasaba de donya Elisa al reloj. Teníamos que darnos prisa si queríamos ver a la familia Cerdà antes del siguiente acto. Por suerte para nosotros, la madre de Francesc Cerdà debió de tener la misma idea. Al volverme la vi dirigiéndose apresuradamente hacia nosotros.

Donya Rosita, ya sé que aviso demasiado tarde —le dijo la marquesa a mi madre—, pero vamos a celebrar una cena en nuestra casa después de la ópera. Seremos pocos. Nos gustaría que usted y su familia nos acompañaran, si no tienen otros compromisos esta noche. Mi madre ya es demasiado mayor para venir a la ópera, así que procuramos que tenga algún entretenimiento en casa. Mi sobrino Gaspar tocará el piano para nosotros. Tal vez Xavier podría honrarnos también con una o dos piezas.

En circunstancias normales, para un cambio de planes tan espontáneo, mamá habría consultado a mi padre. Pero como no se le veía por ninguna parte, le dijo a la marquesa que estaría encantada de asistir.

El último acto de Turandot estaba tan lleno de tragedia y triunfo que hasta donya Esperanza estuvo callada mientras se oía el «Nessun dorma». Pero el tiempo se me hizo muy largo. Por razones que no podía entender, me moría de ganas de conocer a Gaspar Olivero. Me alegré cuando cayó el telón y oí a mamá decirle al pare que sería mejor comenzar a despedirnos porque íbamos a la cena de la familia Cerdà. Tardamos una eternidad en salir del Liceu: los periodistas dedicados a los asuntos de sociedad querían hacerme fotografías con mi vestido nuevo, donya Josefa nos detuvo para recordar a mamá un almuerzo de beneficencia. El senyor Dalmau le preguntó a mi padre qué le había parecido la función. Tuvo que inventarse algo. Fue un alivio cuando nuestro chófer llegó al volante del Hispano-Suiza y todos nos amontonamos dentro.

 

La casa de la familia Cerdà en el Passeig de Gràcia era una de las más espléndidas de Barcelona. Detrás de su magnífica fachada de piedra había un vestíbulo con el techo abovedado, columnas laqueadas y esculturas de mármol de diosas obra de Josep Clarà. Siguiendo la moda de la época en muchas casas aristocráticas, cada sala tenía un esquema de colores y un estilo diferentes. Mientras el mayordomo nos conducía a todos al salón, pasamos por una biblioteca de estilo medieval con paredes de color burdeos, gárgolas y una armadura en un rincón. De allí pasamos a un vestíbulo decorado con temas de Extremo Oriente en el que había un hombre viajando en una alfombra oriental, cortinas de seda bordadas y un arcón de madera negra lacada con un dragón tallado en ella. Cuando llegamos a un recibidor interior y nos detuvimos un momento para admirar las columnas clásicas y la fuente que evocaba imágenes de la antigua Grecia, me sentí como si hubiéramos hecho un viaje a través de la civilización mundial en el lapso de cinco minutos.

—Puede que vivas aquí un día —me susurró Margarida.

Lo decía en broma, pero sus palabras me causaron un escalofrío. Me sentía a gusto con mi familia en nuestra tranquila y elegante casa, con sus lisos suelos de entarimado y las líneas limpias de los muebles de Homar y Busquets. La casa de los Cerdà era un palacio, pero yo era incapaz de verme cómoda en ella. ¿Y quién era Francesc? ¿Qué sabía de él? ¿Cómo iba a decidir si quería o no pasar el resto de mi vida con ese chico? El pulso comenzó a latirme con fuerza en las sienes. Tropecé con el dobladillo del vestido, pero por suerte Xavier me sostuvo.

Nos hicieron pasar al salón, donde las cortinas, las persianas y los manteles eran del mismo damasco de color lavanda. Los antepasados de los Cerdà nos miraban desde sus marcos dorados. El marqués y la marquesa, únicos ocupantes de la sala, además de una señora mayor sentada en una silla de ruedas que di por supuesto que era la madre de la marquesa, se levantaron para darnos la bienvenida. Los dos eran esculturales y de piel blanca, más parecidos a dioses nórdicos que a españoles.

—Son ustedes los primeros en llegar —dijo el marqués—. Los demás se han retrasado.

Como ya nos conocíamos todos, no hubo necesidad de presentaciones, pero sí que se tuvieron que intercambiar comentarios graciosos acerca de la ópera y preguntas sobre la salud de los demás. Por suerte, mi madre contestó en mi nombre. Sentí que volvía mi antigua ansiedad al estar entre gente a la que no conocía bien. Las manos y los pies se me habían enfriado.

Pero entonces la marquesa se volvió y me habló directamente a mí.

—He estado toda la velada admirando tu vestido, Evelina —dijo—. ¿Te lo han hecho aquí o es de París?

Se me hizo un nudo en la garganta. Hasta me costaba respirar. Abrí la boca, pero pareció que había perdido la lengua.

Gra-a-a-cia —dije tartamudeando.

La marquesa enarcó las cejas boquiabierta, sin saber a ciencia cierta si me había oído correctamente. Mi madre palideció. Mi padre me miró, horrorizado. Todo el buen trabajo de Olga se había ido por la puerta.

—Tenía frío en el coche —dijo Xavier, saliendo al quite y rodeándome con el brazo—. Me temo que se ha acatarrado un poco.

Mi hermano hablaba con facilidad y seguridad en sí mismo; habría dado cualquier cosa por ser como él.

—Ah, sí —dijo la marquesa, asintiendo comprensiva—. Yo era igual a su edad, siempre fría. Es esta época del año. Un atardecer cálido puede volverse frío de repente. No hemos encendido la chimenea esta noche porque cuando esta sala se llena puede llegar a faltar el aire. ¿Tal vez le apetecería a Evelina una taza de té?

—Oh, no es necesario —dijo mamá.

—No es ninguna molestia —insistió el marqués, que tocó la campanilla para llamar a una criada.

El marqués y la marquesa se mostraban amables, con lo que lo único que conseguían era que me sintiera más avergonzada si cabe. Detestaba ser el centro de atención. Mi único consuelo era que Gaspar Olivero no estaba en la sala para ser testigo de cómo hacía el ridículo.

El té llegó al mismo tiempo que oímos el sonido de voces que venían del recibidor. El mayordomo abrió la puerta y anunció la llegada de los otros invitados. Gracias a Dios, su aparición hizo que dejaran de prestarme atención. Como la marquesa había dicho que la velada sería poco concurrida e informal, me sorprendió ver que las familias Dalmau y López también habían sido invitadas, junto con otros miembros significativos de la élite de Barcelona. De pronto la sala estuvo abarrotada de gente. Francesc llegó, pero no había ninguna señal de Gaspar.

La cabeza comenzó a querer estallarme de nuevo. Me costaba trabajo respirar. Intenté imaginar a todos como chimpancés, pero el pánico se había adueñado ya de mí y no pude reírme de ellos. Ya era malo sufrir un ataque de ansiedad en mi propia casa, donde podía huir a alguna habitación familiar hasta que me sintiera más cómoda, pero ¿qué podía hacer cuando estaba en casa ajena? Miré a Xavier, pero estaba inmerso en una animada conversación con el marqués. Margarida había terminado de alguna manera en el extremo opuesto de la sala hablando con Francesc. Me habría sido imposible llegar hasta donde ella estaba sin encontrarme con un montón de gente más.

Dejé la taza de té y avancé poco a poco hasta el fondo de la sala, intentando encontrar algún espacio despejado. Vi que había una puerta, ligeramente entornada. Pensé que si podía huir de la multitud durante un rato, me calmaría lo suficiente para pasar la cena. Crucé con sigilo la puerta y me hallé en una sala decorada con más gusto que las otras que había visto. Los muebles de madera de cerezo tallado estaban tapizados en un verde manzana suave y las cortinas eran de color amarillo dorado pálido. Era como si hubiera entrado en un bosque. Habían preparado una larga mesa de comedor con cubertería de plata y vajilla art déco. También vi un espléndido piano Bösendorfer en un rincón. Supuse que era allí donde se serviría la cena. En una de las paredes había un panel de taracea que representaba a ninfas bailando la sardana en un claro del bosque. En un intento de calmar mi mente acelerada, intenté adivinar los tipos de madera que se habían utilizado. ¿Nogal? ¿Olivo? ¿Jacarandá? Xavier lo sabría. Me senté en un sillón que había en un rincón de la sala y apoyé mi frente dolorida en la palma de la mano.

—Me ha dicho tu hermano que estás estudiando ballet.

Di un respingo. La voz venía del otro extremo de la sala. Al levantar la vista vi a Gaspar Olivero apoyado en la chimenea, observándome.

Tardé un momento en contestar. Estaba tan aturullada que no me había dado cuenta de que había alguien más en la sala.

—Sí —dije—. ¿Conoces bien a mi hermano?

—Soy Gaspar Olivero —dijo caminando hacia mí—. Xavier y yo somos amigos desde hace años, pero es probable que no te acuerdes de mí. La última vez que nos vimos eras todavía una niña. Tu hermano y yo compartimos el mismo primer profesor de piano: Enrique Granados.

La cara que había espiado desde el palco de la ópera era tan dulce de cerca como de lejos. Me pregunté cómo era posible que no me acordara de un semblante tan lleno de carácter, pero de niña era tan tímida que lo más probable es que estuviera mirándome los pies cuando nos presentaron. Había algo tranquilizador en la actitud de Gaspar. Me relajé por primera vez desde que entramos en la mansión de los Cerdà.

—He oído decir que tú también eres un pianista estupendo —le dije.

Gaspar acercó una silla de la mesa de la cena y se sentó a mi lado.

—Bueno, si eso es verdad, es a mis padres a quienes tengo que agradecérselo —dijo mientras me miraba con los ojos brillantes—. Nunca me obligaron a dedicarme a la música… Me incentivaron para hacerlo. Desde el primer momento que soy capaz de recordar, siempre hubo músicos en casa. La música es parte de mí en la misma medida que mi corazón o mis pulmones.

Me gustaba cómo hablaba de sus padres, con profunda gratitud, no con resentimiento. Por la manera en que donya Esperanza se había referido a ellos, había insinuado que Gaspar debía de avergonzarse. Pero no me dio la impresión de que fuera eso lo que sentía.

—¿Por qué estás aquí y no en la otra sala? —le pregunté.

Gaspar sonrió de forma abierta. Sus dientes se superpusieron ligeramente por delante, haciendo su cara más atractiva aún si cabe.

—La ópera ha sido tan sublime, necesitaba unos instantes para asimilarlo todo… para revivirlo. Francesc es un tipo estupendo, pero no ha parado de hablar durante todo el trayecto.

Gaspar no me preguntó por qué me había escabullido de la reunión. ¿Lo había adivinado?

—Pero hablemos de tu baile —dijo al tiempo que se daba una palmada en las rodillas—. Soy un gran admirador de los ballets de Diaghilev. ¿Has visto los Ballets Russes en el Liceu?

Negué con la cabeza.

—Me habría gustado. Pero a mi padre no le placen mucho las cosas modernas.

—¿Entonces vas a bailar con una compañía de orientación más clásica? ¿El ballet de la Ópera de París?

—No —dije riendo, aunque me sentí halagada por su sugerencia—. Mi padre nunca me dejaría bailar en público.

Gaspar pareció asombrado.

—Pero ¿a ti te gustaría?

Su pregunta me cogió por sorpresa. Nunca había pensado en qué me gustaría hacer. No podía entender de qué servía pensar demasiado en lo imposible.

—Sí, me gustaría —le confié sorprendida por mi repentina audacia—. No me pongo tan nerviosa cuando bailo.

Asintió con gesto de comprensión. Me di cuenta de lo cómoda que me sentía con él. A pesar de la sorpresa que me había llevado, no había tartamudeado ni una sola vez. Podía hablar con ese chico con la misma facilidad con que lo hacía con Xavier o Margarida. Me disponía a hablarle de Olga cuando Xavier entró por la puerta.

—¡Estás aquí, Evelina! Mamá se estaba preguntando dónde te habrías metido —dijo.

Gaspar se levantó y estrechó la mano de mi hermano.

—Estaba repasando la representación de esta noche en mi cabeza cuando tu encantadora hermana se presentó en la sala.

—No le gustan las multitudes —dijo Xavier mirándome cariñosamente.

—Y hace bien. A mí tampoco me vuelven loco. —Entonces, como para ahorrarme pasar más vergüenza, cambió de tema—. ¿Qué te ha parecido el tenor de esta noche? —le preguntó a Xavier—. ¿Es tan bueno como Miguel Fleta?

—Su voz ha sido rica y lírica —coincidió Xavier.

—Dicen que será el nuevo Caruso.

Me habría contentado con escuchar a Xavier y Gaspar hablar de la ópera toda la noche, pero no iba a ser así. Tres sirvientas entraron en la sala, encendieron las luces y comenzaron a disponer la comida en la mesa. Un instante después, las puertas de fuelle se plegaron y al abrirse entró la marquesa seguida de sus invitados, como Moisés guiando a su pueblo en la travesía del mar Rojo.

Me colocaron entre Xavier y mamá, con Francesc enfrente. Cuando miré a la senyora Dalmau y a Maria, estaban fulminándome con la mirada. Margarida tenía razón.

—No te reconocí esta noche, Evelina —dijo Francesc—. Creo que la última vez que te vi no eras más que una niña pequeña.

A diferencia de Gaspar, la última vez que había coincidido con Francesc había sido en misa la semana anterior, pero era evidente que no se había tomado la molestia de reparar en mí.

—Encuentro mucho más agradable venir a casa después de la ópera que ir al hotel España o al Ritz, ¿no te parece? —me preguntó la marquesa.

Esta vez fui capaz de responder con calma.

—Ha sido muy amable de su parte invitarnos —dije con la actitud más propia de una dama que pude.

—El placer es nuestro, te lo aseguro —respondió la marquesa, señalando con la cabeza a su marido.

De no haber estado rodeada de gente, creo que mamá me habría acariciado la cara y me habría besado.

Algo que brillaba en el cuello de la camisa de Francesc me llamó la atención. Él se dio cuenta de que lo miraba.

—Ah, así que has reparado en el alfiler —dijo—. Soy toxofilita.

Era la primera vez que oía aquella palabra. Sonaba como a miembro de una tribu antigua.

Cuando Francesc vio mi confusión, se echó a reír.

—Soy un entusiasta del tiro con arco —explicó—. Gané el campeonato la semana pasada.

Entonces comenzó a entrar en detalles sobre la mecánica del arco: era una pieza de ingeniería sencilla pero maravillosa. Ponía tanta pasión en el tema que hasta me interesó. Margarida estaba equivocada al decir que Francesc era tonto. Mientras le escuchaba hablar del tiro con arco, para después pasar al fútbol y al Tour de Francia, caí en la cuenta de que era simplemente una persona que no se preocupaba de temas complicados o controvertidos. No obstante, cuando se hubo servido el plato principal, me sorprendí mirando a Gaspar. Aunque estaba emparentado con la familia Cerdà, lo habían puesto en el extremo más retirado de la mesa. No era una mezquindad por parte de la marquesa, es que así eran las cosas. Otra persona podría haberse sentido humillada (la familia de Gaspar había sido en otros tiempos una de las más ricas de Barcelona), pero la conversación que tenía lugar en torno a su extremo de la mesa era mucho más animada que las risas artificiales que se oían en nuestro lado. El senyor Homar (generalmente tan serio) reía con ganas; hasta la senyora Casas, con su cara avinagrada, esbozaba una forzada sonrisa.

En nuestro lado de la mesa se hizo un silencio lo bastante largo como para oír decir al senyor Homar:

—Estoy deseando escuchar a Gaspar y a Xavier tocar el piano para nosotros.

—Ni siquiera cuando Gaspar era un niño —dijo el marqués dirigiéndose a los invitados—, se apresuraba a tocar una pieza antes de estar preparado. Trabajaba las escalas y los ejercicios técnicos hasta que sentía que estaba listo para atacar la pieza. Creo que la paciencia lo ha recompensado bien y lo ha convertido en el virtuoso que es.

—Ah, pero el sentimiento es el alma del músico —dijo el senyor Dalmau—. Sin él, solo hay mecánica.

—Eso es cierto —respondió Gaspar—. Pero lo que también es verdad es que la música más grande es intelectual tanto como sentimental. Si estudia las sonatas de Beethoven, por ejemplo, verá que el compositor pensó mucho la estructura de los motivos y los movimientos. La música de Beethoven es realmente preciosa, pero también está muy bien planificada. Él es la prueba perfecta de que el arte exige disciplina y pensamiento, de que no cae del cielo en perfecta formación.

Se hizo un silencio sobrecogedor en la reunión. Gaspar tenía la atención de todos, tanto si les interesaba la música como si no. No era solo lo que decía, sino la manera en que lo decía. Cuando hablaba, sus ojos estaban llenos de pasión. Advertí que Xavier lo observaba con atención.

—Estoy completamente de acuerdo contigo —le dijo a Gaspar—. Existe esa idea de que de algún modo el arte debe reflejar la vida. Pero no es así en absoluto, ¿verdad? La vida es caos. Es el arte el que da significado y orden a la vida.

—¡Bien dicho! —respondió Gaspar, que alzó su copa de vino en dirección a Xavier.

Francesc se inclinó hacia mí.

—No sé cómo te sentirás tú, pero no me estoy enterando de nada.

—Muy bien —dijo el marqués al tiempo que se ponía de pie—. Como parece que ya hemos terminado de cenar, tal vez este debate sea la introducción perfecta para escuchar a estos caballeros.

Xavier fue el primero en ocupar su lugar ante el piano. Nos deleitó con la belleza inquietante del Clair de Lune, de Debussy. Mientras miraba tocar a mi hermano, me llené de amor por él. Había tanta belleza y también tanto conflicto. Fue más evidente cuando pasó a la Sinfonía número 6, Patética, de Chaikovski, que llevaba más de un año memorizando y perfeccionando. La pieza estaba llena de pesar, esperanza, felicidad, dolor y una sensación de premonición. Vi cada una de esas emociones pasar por la cara de Xavier mientras tocaba.

Cuando terminó de tocar la pieza, la concurrencia le aplaudió.

—Qué precioso, qué conmovedor —dijo la marquesa a mi madre.

Como a Xavier le habían pedido que tocara en el último momento, limitó su actuación a esas dos piezas.

—Ahora —dijo, mientras se ponía de pie y hacía un gesto con la mano en dirección a la banqueta del piano— quiero invitar a mi buen amigo Gaspar Olivero a tocar para nosotros. Es un auténtico virtuoso.

Gaspar había escogido música de compositores españoles para la velada y comenzó con una obra del maestro que había compartido con Xavier: La maja y el ruiseñor, de Granados. Era una pieza romántica y conmovedora que me hizo pensar en el triste destino de aquel compositor. Durante la Gran Guerra, cruzaba el canal de la Mancha a bordo del Sussex cuando el barco fue torpedeado por un submarino alemán. Granados pudo llegar a un bote salvavidas, pero al mirar a su alrededor en busca de su esposa, vio que ella se hundía en el mar. Se lanzó al agua para salvarla, pero los dos se ahogaron.

Mi mente regresó al presente. Aquella intensa expresión en la cara de Gaspar; aquella forma en que el piano parecía ser una continuación de sus brazos. «La música es parte de mí en la misma medida que mi corazón o mis pulmones», había dicho. Vi la diferencia entre Xavier y él. Aunque los dos eran músicos de gran calidad, Xavier era un hombre dividido, mientras que Gaspar era completo. Xavier tenía que compartimentar su vida: su papel de heredero de la élite de Barcelona, su papel de esposo y padre; su música y su arte. Pero Gaspar ponía todo lo que era en lo que tocaba: todas sus emociones, su intelecto y su personalidad. Su espontaneidad se hacía evidente en la música, así como su buena voluntad, su alegría y hasta su sentido de la ley y el orden. Oírle tocar era maravilloso. Me di cuenta de que aunque la gente se compadecía de Gaspar porque sus padres habían malgastado su herencia, quizá le hubieran dado algo que estaba muy por encima de eso. Xavier era rico, pero no tenía la libertad de Gaspar.

Siguió emocionando a la concurrencia con piezas de Albéniz y Rodrigo. Cuando terminó, el aplauso fue entusiasta. Volvió a la mesa mientras las criadas se llevaban la fruta y el queso.

—Gaspar, has estado maravilloso —dijo Xavier con los ojos brillando de admiración—. ¡El maestro Granados habría estado orgulloso!

—Bueno, me quito el sombrero ante ti —le dijo el senyor Dalmau a Gaspar—. Has demostrado lo que dijiste antes sobre la técnica y la emoción. Desde luego tú tienes las dos cosas.

Me intrigó observar cómo Gaspar, que había estado sentado en el extremo de la mesa, había dado la vuelta a la situación y había pasado a ser el centro de atención de la velada. Entonces dijo algo profético, aunque no me daría cuenta de ello hasta mucho más tarde.

—Me alegro de que entienda que mi énfasis en la técnica no excluye la emoción —dijo llevándose la mano al corazón—. Porque soy una persona profundamente sentimental. Hay determinadas piezas que no toco nunca porque las asocio a algo terrible. Estaba trabajando en el Concierto número 1 de Brahms cuando me enteré de la muerte de Granados. Tenía catorce años y no he vuelto a tocar esa pieza desde entonces. Sentí pavor a que un día pudiera suceder algo extremo que me apartara de la música para siempre.

La velada terminó. El marqués y su esposa, junto con Francesc, despidieron a los invitados en la puerta.

—¿Te gusta el tenis, Evelina? —me preguntó Francesc—. A lo mejor a Xavier y a ti os gustaría jugar un partido de dobles conmigo y con mi hermana Penélope cuando ella vuelva al acabar la escuela este verano.

Yo no había jugado al tenis en mi vida, pero sabía que mamá se disgustaría si rehusaba la invitación.

—Gracias —le dije—. Me gustaría, si me enseñas a jugar.

—Será un placer—dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

Mis padres seguían hablando con la marquesa. Margarida y Xavier admiraban la fachada de la casa. Los esperé en la escalinata.

—Espero tener algún día la oportunidad de verte bailar, Evelina.

Un escalofrío de placer recorrió mi cuerpo. Sabía quién estaba hablando y me di la vuelta para mirar de frente a Gaspar.

—Y yo espero volver a oírte tocar pronto —le dije.

Sonrió.

—¿Por qué no vas nunca con Xavier y Margarida al club en el que toco? Algunos de los mejores músicos y bailarines de todo el mundo actúan allí. A tus hermanos los veo constantemente, pero a ti nunca.

Sentí una punzada de envidia por la independencia de Xavier y Margarida.

—Al parecer mi hermano y mi hermana hacen lo que les place —dije—. Pero a mí ni siquiera se me permite salir de la casa si no viene conmigo mamá o una doncella.

—Bueno, ahora que ya estás en sociedad las cosas podrían ser diferentes —dijo él, que me miró esperanzado—. Seguro que a tus padres no les importará si vas con tus hermanos de acompañantes. De verdad, tendrías que ver a algunos bailarines.

Estaba segura de que debía de tener las mejillas tan brillantes como la salida del sol. Me eché a reír. Al volverme, vi a mamá fulminándome con la mirada. ¿Qué había hecho para merecer tal desagrado? Pensaba que estaría feliz porque no había tartamudeado durante la mayor parte de la velada.

Nuestro coche llegó y el chófer abrió la puerta. Mi padre nos indicó con una seña que subiéramos.

—Será mejor que me vaya —le dije a Gaspar.

Me disponía a montar en el coche cuando mamá me sujetó del brazo, apretando los dedos contra mi carne. Nunca hasta ese momento había sido tan violenta conmigo.

—Evelina —dijo entre dientes—, salir en sociedad no es todo diversión y juegos y vestidos bonitos. Tienes responsabilidades con tu familia y con tus iguales.

La miré fijamente, sin entender lo que quería decir. Hizo una pausa y añadió:

—Es importante que te comportes como debe comportarse una señorita de tu posición. —Lanzó una rápida mirada a Gaspar y añadió—: Y es muy importante que no metas ideas en las cabezas de los jóvenes que no tienen absolutamente ninguna posibilidad de conseguirte nunca.

 

Mamie terminó su relato con una sonrisa enigmática. ¡No podía creer que fuera a dejarme colgada así! El hombre a quien mamie había descrito no era el avi que yo había conocido. Aunque había ciertas semejanzas (su atención por los detalles, su conocimiento de una amplia variedad de temas, su placer en bosquejar escenas y objetos en sus cuadernos, sus modales amables), mi abuelo había sido un hombre introvertido cuyo amor por los pianos se limitaba a restaurarlos y a afinarlos. Casi nunca le había oído tocar algo más que unas cuantas frases de esto y aquello para comprobar que todas las partes del instrumento funcionaban como era debido.

—¿Qué pasó con la música del avi? —pregunté—. ¿Fue la Guerra Civil?

Mamie negó con la cabeza.

—No fue la guerra en España lo que mató la música de Gaspar. En todo caso, aguantó aquel desarraigo mejor que cualquiera de nosotros. De no haber sido por su sangre fría en aquellas circunstancias, yo no habría sobrevivido. No, la pérdida de la música de Gaspar ocurrió aquí. Ya sabes que durante la ocupación alemana lo internaron en un campo de concentración. Hitler era amigo de Franco. Y los nazis persiguieron a los republicanos españoles que habían huido a Francia. Gaspar nos había enviado a Julieta y a mí fuera de París para protegernos, pero él se quedó aquí para ayudar con una organización de pisos francos que sacaban clandestinamente del país a judíos y a otras personas que corrían peligro. Aunque suene irónico, enviaban a muchas de ellas a España. Siendo un catalán que hablaba un perfecto francés, habría podido ocultar su identidad. Pero lo traicionó el conserje de nuestra casa y lo mandaron a un campo de concentración con otros refugiados españoles de París. Pero lo que te voy a contar no lo sé por él: jamás me habló de ello. Me lo contó Curro Verger, que estuvo internado con él. El director del campo, un sádico, se enteró de que Gaspar era un virtuoso y que tenía una afición especial por la música de Liszt. Ante los prisioneros congregados, el director mandó llevar a Gaspar encima de un escenario en el que habían colocado un piano. Le puso una pistola en la cabeza a Gaspar y le ordenó que tocara el Estudio trascendental número 4 en re menor de Liszt a primera vista mientras él pasaba las páginas. Dijo que por cada error que Gaspar cometiera, fusilarían a un prisionero español, empezando por las mujeres.

Contuve la respiración y cerré los ojos, tratando de imaginar lo que mi abuelo debió de sentir en esa situación. Sabía por papá que ese estudio era una pieza de notoria dificultad, incluso cuando no se estaba medio muerto de hambre y con la mente agotada. El miedo y la náusea me hicieron un nudo en el estómago. Papá me había contado que todos los concertistas de piano tenían pavor a un lapsus de memoria durante una actuación, pero la verdad era que hasta a los mejores les ocurría a veces, incluso después de meses de práctica y memorización. Solían retomar la música de nuevo y continuaban sin tener que vérselas con otra cosa que no fuera su orgullo herido. Ninguno se habría visto nunca como mi abuelo, aunque tuviera la partitura delante.

Volví a abrir los ojos, pero pasó un rato antes de que mamie o yo pudiéramos hablar.

—Según Curro, Gaspar no cometió ningún error —dijo por fin mamie—. La atención que durante toda su vida había prestado al detalle y a la técnica, además de su familiaridad con Liszt, tuvieron su compensación. Pero el director mandó fusilar a los otros presos de todos modos, a excepción de Curro y Gaspar. Desde ese día, tu abuelo nunca fue capaz de acercarse de nuevo al piano como músico.

Sentí náuseas. En algunos aspectos me alegraba de haberme enterado de más cosas sobre mi herencia española y mis seres queridos, pero aquellas cosas resultaban inquietantes. ¡Pobre avi! Nunca supe lo que había sufrido. De haberlo sabido, habría encontrado alguna manera de consolarlo. Ahora era demasiado tarde.

—Quería hablarte de tu abuelo esta noche —dijo mamie, limpiándose una lágrima de la mejilla—. Quería contarte quién fue un día. Sabes que lo amé de verdad, pero el hombre que los alemanes me devolvieron era un espectro del que conocí en Barcelona. Porque los nazis no solo habían quitado a Gaspar la música, sino que habían destruido su fe en la humanidad. Dejó de creer en el progreso, en los ideales. No como Xavier, que mantuvo su fe hasta el final.